lunes, 15 de noviembre de 2010

Escritor (3) Agustín Fdez. Mallo, la mirada oblicua

El pasado octubre este redactor de "Vida y Tiempos..." tuvo oportunidad de asistir a un curso de cinco tardes en La Casa Encendida llamado "Agustín Fdez. Mallo habla de cómo trabaja Agustín Fdez. Mallo", obviamente impartido por el mismo escritor y físico gallego, autor de libros como "Carne de píxel", "Postpoesía, hacia un nuevo paradigma" o la trilogía del Proyecto Nocilla (Nocilla Dream, Nocilla Experience y Nocilla Lab), entre otros. Y como en Redacción de toda la vida hemos sido (y seguimos siendo) nocilleros irredentos, allá fuimos, a ver qué aprendíamos.


Fueron quince horas en las que nos fue mostrando algunos de los temas e inquietudes que lo inspiran y definen como escritor, los libros y autores que le han influenciado, nos habló de poesía, de apropiacionismo y postmodernidad, nos hizo partícipes de algunos de sus procesos creativos actuales a través de su blog, impagables apuntes del natural de un tipo de pensamiento singular y mirada transversal que tiende puentes entre disciplinas, que bebe tanto de la alta como de la baja cultura, que busca a ras de tierra para encontrar los enlaces y mensajes ocultos entre las personas, objetos y azares que se va encontrando en el camino, una moto abandonada y su sombra satélite, un billete en el suelo y un objeto punzante en el dedo, la decoración de la habitación de un hotel estadounidense a modo de una cadena alimentaria, una crema hidratante que, afortunadamente, no daña el ph de las lágrimas...
Las suyas (al menos Nocilla Experience y Nocilla Lab, los dos libros suyos que por ahora hemos leido) son obras sin argumento claro, sin una estructura clásica que las sustenten, la libertad de formatos es total, pueden fragmentarse como Nocilla Experience, formar un continuum de 65 páginas como Motor Automático de Búsqueda (la primera parte de Nocilla Lab) o adoptar forma de comic protagonizado por él mismo y el también escritor Enrique Vila-Matas.

Sus historias están entreveradas de referencias cinematográficas, históricas, literarias, musicales, científicas y son habitadas por personajes lacónicos, alucinados, impregnados
de soledades, horizontes y extrañamientos por medio de un lenguaje potente e hipnótico que tiñe de un sentido profundamente poético sus textos. Estos son algunos fragmentos de estos libros:
1.

(...) Debido a que nada que porte información puede ir más rápido que la velocidad de la luz, existe lo que los cosmólogos llaman horizonte de sucesos, el punto más allá del cual no podemos aún conocer lo que ocurre. Señales de luz que se emitieron hace millones de años y de cuya existencia aún tardamos en saber. Pero ese horizonte no es plano, sino una extensa superficie que esféricamente nos rodea, una bola cerrada e impermeable hasta que indique lo contrario una simple fórmula que liga la velocidad con el tiempo.

2.

Finales de septiembre, Ernesto llega a su piso en Brooklyn, enciende la tele, baja el volumen a cero. Destacan sobre los ruidos de la ciudad los gruñidos broncos del cerdo de la vecina; lo guarda justo debajo de donde él tiene su estudio; a veces oye cómo le susurra al oído. Se sienta a dar los últimos retoques a uno de sus 2 proyectos más golosos, la Torre para Suicidas. Esta construcción parte de la idea de que los miles de suicidios que al año se consuman en la ciudad de Nueva York, así como las tentativas frustradas, resultan demasiado dramáticos y engorrosos debido a no disponer la urbe de unas instalaciones adecuadas y debidamente organizadas. Así, lo dejan todo hecho un asco; sangre en las aceras, ahorcados a los que se les rompe la cuerda y hay que reanimarlos, cuerpos mutilados al paso de los trenes, y todo con el consiguiente perjuicio psicológico para las verdaderas víctimas, los que se quedan, obligados a contemplar semejantes espectáculos. Su torre consta de un ascensor que eleva al suicida desde una planta baja, donde hay servicio de capellán, cafetería, algo de comida rápida, gabinete psicológico a fin de afrontar el trance en las mejores condiciones mentales posibles, espacio para los familiares y enfermería por si el intento resulta frustrado, hasta la altura de un 8° piso. Y ahí sí que no hay nada; una sala blanca y vacía, y un hueco para el vuelo picado que da a un patio en el que al impactar el suicida contra el suelo se activan unas mangueras que expulsan agua y lavan tanto al defenestrado como el pavimento. También, justo enfrente de ese 8° piso hay un muro perfectamente blanco para que el candidato no vea horizonte alguno [en encuestas realizadas a suicidas frustrados se ha comprobado que la visión de un horizonte justo antes de tirarse es lo que les imprime renovadas ganas de vivir y abortar la idea]. En los sótanos, se hallan dependencias destinadas a otro tipo de opciones; camas junto a abundantes botes de somníferos, cuartos especiales con sogas colgadas de sus correspondientes vigas, duchas de anhídrido carbónico, y así. Ernesto está tan orgulloso de su proyecto que piensa enviarlo al Concurso de Arquitectura Compleja que anualmente se celebra en la ciudad de Los Ángeles, California. Huele a pescado. En el horno se quema.
4.

(...) Es decir, que Mihály trabaja en un hospital cuya edificación data de 1925, radicado en la ciudad de Ulan Erge, Sur-Oeste de Rusia, entre Ucrania y Kazajstán. Este hospital, en su día, llegó a ser un centro de referencia en cirugía pediátrica que la burocracia estaliniana fue desprestigiando ladrillo a ladrillo, y que la caída del muro de Berlín terminó por decolorar. Aunque las grandes cristaleras, sujetadas por unos no menos impresionantes pilares de acero, sigan en pie, hace tiempo que los pacientes y el personal sanitario no ven el orgullo de su propio reflejo cuando miran a través de ellas, sino únicamente la vasta extensión de una ciudad coloreada por aritméticos graffitis, bloques de edificios de los 50 y 60, y ruedas de bicicleta. Incluso Mihály vio un día la foto del hospital en una página web dedicada a ruinas arquitectónicas del Siglo 20, junto a otras fábricas alimentadas por carbón, centrales nucleares desmanteladas e inoperantes altos hornos; bajo la foto se leía: “Antiguo Almacén de Carne de Vacuna, Ulan Ergo, 1925”. Mihály es cirujano de partes blandas, lo que en este hospital equivale a decir que es cirujano de todo menos de huesos; lo llaman por megafonía para que acuda inmediatamente al quirófano. Atraviesa pasillos de azulejo azul cielo y cuando llega, los ayudantes tienen ya al chaval sobre la gran mesa de mármol que la Dirección ha rescatado de una antigua sala de despiece de un cercano matadero de vacuno. Una simple apendicitis: un adolescente que se comió 1 kilo de caramelos en menos de una hora. Es una operación que podría hacer con los ojos cerrados, así que en tanto que disecciona, recuerda a Maleva, una joven becaria de Medicina General a la que conoció hace 3 o 4 años, y de la que se enamoró sin ser correspondido. Habían coincidido en la cola del comedor y él le explicó dónde coger el pan y los cubiertos. Después, tras varios encuentros en las salas de curas y pasillos principales, una tarde-noche que Mihály se había quedado a terminar informes atrasados, se dieron de bruces en uno de los antiguos pasillos que ya nadie frecuentaba y que comunicaba [aún comunica] las dos alas más modernas del complejo hospitalario. Se besaron. A ciegas atravesaron una antigua puerta sobre la que ponía Estudios de Medicina Dialéctica, y apartaron también a ciegas todo tipo de herrumbrosos aparatos metálicos que se apilaban sobre una mesa, para, al final, negarse ella a consumar el acto: lo emplazó a la semana siguiente, en su casa; Mihály anotó la dirección en la manga de la bata; lo primero que encontró. Algo nunca visto lo transporta de súbito del recuerdo de Maleva a la apendicitis que tiene entre manos: ha encontrado en el intestino del muchacho un cofre de plomo del tamaño de un dedal. Lo observan todos detenidamente y se deciden a abrirlo. Dentro hallan una cápsula que resulta ser Yodo 131 (I131), radiactivo, perfectamente protegido por un envoltorio de parafina, que el muchacho intentaba pasar de contrabando de Ucrania a Kazajstán, confesó cuando se despertó de la anestesia.

5.

(...) y así, solo y aburrido, 9 años atrás, abrí "El mono gramático" aquella tarde de junio en que la mujer con la que vivía se había ido a Nueva York a no sé qué, y comencé a fijarme, en primer lugar, en su extraña estructura, bastante indefinible, algunos fragmentos venían a ser una especie de poemas en prosa y me fijé especialmente en uno en el que se afirmaba sin ningún género de dudas que toda palabra es metáfora de otra, y ésa de otra, y ésa de otra más, y así hasta la arbitrariedad de un núcleo no menos metafórico que siempre desconoceremos, y a eso me refería cuando decía que no creo que existan las palabras "ciudad", "puerto", "piscina", "edificio", "naturaleza", "hombre" o incluso "vida", por eso no creo que el motivo de que existan lugares inhóspitos, lugares que están como desactivados del flujo del mundo, sea que en ellos el hombre le haya dado la espalda a la naturaleza, ni tan siquiera a la vida, ya que tales cosas no existen más que en el lenguaje, más bien creo que esa desactivación de los lugares inhóspitos respecto al mundo es debida a que son la ensoñación del resto del mundo, quiero decir que son zonas que son soñadas, y sólo soñadas, por el resto del planeta, y como tales, permanecen en silencio, inaccesibles a la materia, como le ocurre al sexo y a los sueños, inaccesibles a ser narradas, un caso especial de lugares inhóspitos son las ruinas, pienso que lo que les ocurre a las ruinas es que han llegado a ese estado por su gran potencia simbólica antes de ser ruinas, cuando estaban en pie y habitadas» quiero decir que su potencia simbólica era tan intensa que tuvieron que ser abandonadas para que el mundo no se destruyera en ellas por exceso, por exceso de vida, para a partir de ese momento ser sólo soñadas, para constituirse en lugares inhóspitos, para que no les ocurriera lo que les ocurre a la materia y la antimateria, que se aniquilan por el extraño empeño en estar juntas, para que no les ocurriera lo que les ocurre a las parejas, que siempre se dejan cuando están demasiado cargadas de un estilo de vida propio, un estilo que no se parece a nada más que a sí mismo, sí, las parejas se dejan en el momento en que están más cargadas de vida, de cotidianidad, de belleza, por plano y aburrido que sean ese estilo de vida propio, esa cotidianiedad y esa belleza, se dejan cuando están en el más alto grado de potencia humana concebible, en efecto las parejas se asustan por tal perfección, se separan y generan una ruina, un lugar ya sólo soñado, una complejísima zona de afectos, lazos, odios, entendimientos, objetos, experiencias, que para siempre ya será inhóspita para el mundo ya que nadie la conocerá jamás, y por eso ella y yo sabíamos que una vez realizado el Proyecto que nos había llevado hasta allí tras un año de continua gestación y trabajo y estudio, sería también nuestro fin y pasaríamos al estado de ruina, a lo inhóspito, a algo tan inhóspito como el paisaje que nos rodeaba cuando riéndonos cruzamos el río de agua roja, cuando al azar tomamos una de aquellas 4 pistas de tierra y una tormenta que no vimos venía convolucionando a nuestras espaldas mientras en el CD del coche continuaba sonando Broadcast, y continuamos y a los pocos kilómetros la pista empezó a descender muy suavemente hacia un breve valle en el que parecía haber un río, y al poco tiempo nos encontramos vadeando el curso de un cauce seco al otro lado del cual se desarrollaba, siguiéndolo, una fila de construcciones muy deterioradas, vestigios de lo que parecía ser una antigua mina fue entonces cuando detectamos que en mitad de esas construcciones mineras, pared con pared, existía lo que quedaba de una pequeña iglesia, un pequeño templo que a su lado izquierdo, pegada, tenía una nave de cuyo techo salían hierros, cintas transportadoras y grúas en mal estado, y a su lado derecho, también pared con pared, una nave de alojamiento para mineros o algo así, todo conformaba una especie de fachada disímil y amorfa, un puzzle, diríamos, que nos impresionó porque nuestro Proyecto tenía mucho que ver con todo eso, y ella, sin quitarse las gafas pop-star, rebuscó la cámara fotográfica en su bolsa de playa, salió del coche, y se quedó un momento parada, estudiando la situación, después la seguí hasta el otro lado del cauce seco, lo atravesamos como pudimos entre piedras y antiguos hierros, ella iba en chanclas, nos detuvimos unos segundos ante lo que quedaba de puerta apuntalada, y por fin ella le dio una patada a aquellas tablas y entramos a un lugar que, por contraste con la luminosidad de fuera, nos pareció muy oscuro y vimos que del techo, por grandes agujeros, entraban haces circulares de luz que al impactar en el suelo le daban a éste una configuración de piel de leopardo en blanco y negro, en efecto, allí había existido una iglesia, lo supimos por el altar que se veía al fondo, "todas las iglesias tienen algo de piel de leopardo -había dicho ella mucho tiempo después-, algo de belleza tras unos colmillos que no se ven" (...)
3.

(...) Por fin han encontrado las armas de destrucción masiva. Las tenía el dictador ocultas en su propio cuerpo. Y sólo era una, cuidadosamente cosida a su estómago. Una cápsula de 1 cm3 unida a un micromecanismo cuántico adjunto que podría ser activado mediante un control remoto mental. En efecto, con sólo concentrarse precisamente en ese punto del estómago, y dirigir ahí toda la fuerza de los pulmones e intestinos en virtud de una técnica adquirida por viejos métodos de respiración yoga, el citado micromecanismo se activaría soltando un veneno que haría morir al instante al dictador. La destrucción masiva vendría dada por un efecto dominó: la oleada de inmolaciones en cadena que prevé el Corán Tipo-B para estos casos, a imagen y semejanza de esa otra reacción en cadena que damos en llamar “nuclear”. Cristianismo, budismo, islamismo, y tecno-laicismo en un solo relámpago.

Segunda parte - Cuando Louis encontró a Alfred

Un día Fdez. Mallo nos presentó una de las últimas entradas de su blog. En aquel post se preguntaba por la relación oculta que para él subyacía tras las imágenes y la información de dos fragmentos extraidos de dos artículos distintos encontrados en el suplemento cultural de La Vanguardia.Uno hablaba de algunos recientes documentales sobre la vida y obra de algunos arquitectos famosos y el otro versaba sobre programas de TV dedicados a vender casas y tenía dos imágenes, una de una clásica pareja norteamericana tratando con un comercial inmobiliario, mientras que en la otra aparecía Alfred Hitchcock en el trailer de Psicosis, animando a la compra de la mítica mansión de la película. Esta era su reflexión sobre ellos:
(...) Dejando aparte los artículos a los que pertenecen, esos dos fragmentos me interesaron por sí solos. En mi opinión, tienen la fuerza de la literatura, son literatura: la triple vida y extraña muerte de una persona conocida y cabal, y el reputado cineasta que se autoparodia ante la fachada de una de las casas más serias y tétricas del siglo 20.
Pero me interesaron, sobre todo, porque veo una relación entre esos dos fragmentos. Y no me refiero a que ambos, el arquitecto Kahn y Hitchcock construyeran casas, ni tampoco me refiero a que Kahn sea la contrafigura de los personajes de las películas de Hitchcock [en las que un tipo anónimo se ve metido en una trama compleja y singular de manera involuntaria, justo lo contrario que el arquitecto Kahn, cuya vida era una trama compleja y singular, de película, y aparentaba y una vida normal], ni tampoco me refiero a que los dos siempre salgan en retratados en B/N, ni a que los dos, cada uno en su disciplina, hayan sido constructores de una cierta monumentalidad, ni que sean representantes de una ultima modernidad. No, no me refiero a todo eso, sino a otra cosa que une esos dos fragmentos, pero que no sé qué es.
Así, a pesar de que el curso no era un taller literario Fdez. Mallo nos pidió que quien quisiera intentara responder a esa pregunta, resolver ese pequeño enigma con epicentro en aquel suplemento y bueno, cada cual lo interpretó a su modo. Así pues, para terminar este post les dejamos con nuestra pequeña contribución al asunto:

Cuando Louis conoció a Alfred

Acogedora, verdad? le había dicho el vendedor, aquel inglés gordito y sonriente de expresión entre socarrona y ambigua. Tardaron poco en ponerse de acuerdo en la venta, el precio era bastante razonable y el ojo experto de Louis le hizo darse cuenta de que a pesar de ser una casa antigua también era robusta y sabía que con una buena capa de pintura, nueva decoración y algunos arreglos podría convertirse en un buen hogar para Esther y los niños. Sus antiguos propietarios habían sido una madre y su hijo que vendieron la casa al morir aquella y desaparecer éste. Ley de vida, supone.

Una vez se instala en ella entra en el dormitorio principal en el cual se respira un olor rancio, algo desagradable y difícil de discernir, olor a viejo supone, que aún permanece en el ambiente tras un rato con las ventanas abiertas. Observa su maleta abierta encima de la cama, dos trajes, varias camisas y corbatas, ropa interior, algunos billetes de avión, una revista de arquitectura en la que sale su imagen en primer plano. Seguidamente su mirada se posa en las tres cajas envueltas en papel de regalo, que están en el suelo, una encima de otra, las tres con el mismo contenido

un camisón, un perfume, algunos juguetes

preparadas con abnegada eficiencia por Maggie, la leal secretaria que ordena su agenda y se ocupa de su compleja logística desde que empezó a realizar proyectos arquitectónicos y conjugar vidas paralelas

y quizás la única mujer a la que siempre ha sido fiel.

Sentado sobre la cama reflexiona un momento sobre cómo su extraña vida le ha llevado hasta esa casa y suspira. De repente unos ruidos extraños resuenan en alguna parte de la casa, un arrastrar, un quejido, pero Louis no se inquieta, las casas de madera están llenas de ellos, un mapache furtivo, un lamento de cañerias... Entonces abandona sus pensamientos, se desviste y se dirige al baño, necesita darse una ducha.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Escritor (2) Vargas Llosa, Cortázar y el oficio de escribidor

"Tal vez se trate de resignarse a ser escritor y seguir escribiendo"
Carmen Secanella



Primera parte. Los maestros y el aprendiz


En el recomendable espacio Los oficios de la cultura, de La2 (nuestra cadena de TV de confianza), el recientemente Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa charla sobre algunos de los secretos y trampas del oficio de escribidor con el joven escritor Matías Candeira. Éste es inspirado en sus obras por dos grandes genios de la literatura latinoamericana como Cortázar y Borges, pues aunque parezca una obviedad, antes de escritor se es lector y son las grandes y pequeñas historias de los autores que hemos leído y admirado las que fertilizan nuestra mente e imaginación para a su vez crear historias nuevas. Si a esa capacidad le añades trabajo y pasión ya se tiene mucho ganado para intentar ganarse la vida juntando letras. Bien, se entiende.




Segunda parte. Julio Cortázar, el mito

De aquel clásico programa A Fondo, de RTVE, rescatamos una de las estupendas entrevistas que el periodista Joaquín Soler Serrano hizo a grandes personalidades de la cultura de la época, por su programa pasaron figuras como Juan Rulfo, Josep Pla, Salvador Dalí, Camilo José Cela, Bernardo Bertolucci, Frederick Forsyth, Jorge Luis Borges, Elia Kazan, Julio Cortázar o Juan Carlos Onetti.

La entrevista que les ofrecemos fue realizada en el año 1977, con un estilo impensable en la televisión de hoy en día. Ritmo reposado, respuestas sinceras y profundas, dos intensas horas de inmersión en la condición de persona y escritor de un mito de la literatura que nos habla de su infancia, de sus aprendizajes del mundo, de sus asombros y sus laberintos, de sus obras, de su soledad asumida y otros ámbitos de su formación como escritor de algunas obras literarias superlativas. Como muestra su relato "El axolotl" (publicado en el libro "Final del juego", 1956) que adjuntamos debajo para mostrar en nuestro blog un fragmento de los fascinantes mundos de Julio Cortázar. 

El Axolotl. Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.


No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.


Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl,
transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.