domingo, 24 de abril de 2011

Puta guerra (1) ¡Puta guerra!

Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa. Me diréis que matar a otro militar en combate no es lo mismo que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten aquello, pero no esto; y otro tanto sucede con la ética al uso. Un buen argumento en términos abstractos, desde luego, pero que no tiene en cuenta en absoluto las condiciones del conflicto en cuestión. La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte "las operaciones militares", equiparables a las de cualquier otro conflicto, y, por otra, "las atrocidades" al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria "justicia"; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos ni de lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje.

No defiendo la Befehlnotstand, el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogados alemanes.
Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario; si se equivocaron ¿a quién hay que condenar? Esto que digo sigue siendo cierto incluso si se hace una distinción artificial entre la guerra y lo que el abogado judío Lempkin bautizó con el nombre de genocidio, e indico que, al menos en nuestro siglo, nunca ha habido aún un genocidio sin guerra y que, al igual que la guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un proceso que las masas hacen padecer a las masas y por las masas. Es también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las exigencias de los procedimientos industriales. De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referido al producto de su trabajo, en el genocidio o en la guerra total en su forma moderna, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. Esto es válido incluso para el caso de un hombre que apoye el fusil en la cabeza de otro hombre y apriete el gatillo. Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión. Como mucho, podrá intentar cambiarles el sitio al guardián o al conductor.

Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal: el del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado "Eutanasis" o "T-4", que se creó dos años antes que el programa "Solución final". En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: "¿Culpable yo?". La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Núremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre.

Las benévolas - Jonathan Littell



Primera parte - La guerra en los soldados

Se empeña la actualidad internacional en llevarnos de un lado al otro del planeta mientras la guerra eterna se sucede en nuestros televisores con distintos nombres para las mismas tragedias, Libia, Somalia, Costa de Marfil, Colombia, Congo, Irak, Afganistán... las mismas miserias humanas puestas sobre tu mesa, el hombre deshumanizado por las explosiones, por la metralla, por el metal silbante que busca la carne del soldado (o del civil cogido entre dos fuegos), por la sangre y las tripas reventadas, por un miedo primigenio a la muerte y las mutilaciones que paraliza su mente y sus movimientos. Y eso se mete dentro de sus huesos y le acompaña toda su vida.
La guerra es una de las manifestaciones más antiguas y terribles del alma humana, tan consustancial a nuestra especie como el amor o la compasión y ha esculpido nuestra Historia a golpe de invasiones y degollinas sin cuento. Y sobre ambos aspectos de la guerra nos disponemos a entrar en esta su bitácora de confianza.

Así pues esta es la primera de
una serie de entradas dedicadas a la puta guerra que estamos preparando, con la participación de algunos de los mejores comics, libros y películas que sobre la guerra (y por ello antibelicistas) se han hecho y otra sobre los más decisivos conflictos y batallas de la Historia, con especial incidencia en las grandes y pequeñas guerras del siglo XX, cuyas consecuencias siguen asolando el mundo de hoy.

Películas como Johnny cogió su fusil, Senderos de gloria o La chaqueta metálica,de Stanley Kubrick, Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, La cruz de hierro, de Sam Peckinpah, Lluvia negra, de Shohei Imamura o La gran ilusión, de Jean Renoir, comics como La guerra de las trincheras o Puta guerra (que da nombre a esta serie de posts), de Jacques Tardi, libros como Las benévolas (que nos ha introducido la entrada), Cuentos de guerra, de León Bloy, El incendio, de Jörg Fiedrich, Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld, Los buenos soldados, de David Finkel, Despachos de guerra, de Michael Herr, Stalingrado o Berlín, la caída, de Anthony Beevor... y por la parte histórica, conflictos como las grandes guerras mundiales, la guerra de Vietnam, las guerras coloniales, las guerras descolonizadoras, las napoleónicas, la terrible guerra civil española... en fin, que nos espera trabajo. Y espeluznamientos.
Hoy comenzamos comprobando cómo la guerra puede traumatizar el alma de quienes participan en ella en el magnífico documental “El buen soldado”, (incorporado a nuestra web por los joviales y esforzados chicos de Documentación) producción británica donde cuatro veteranos de guerra estadounidenses que lucharon en diferentes conflictos sostenidos por su país, como la Segunda Guerra Mundial, Vietnam e Irak cuentan algunas de las terribles experiencias vividas en ellas. Esta cinta fue galardonada en la última edición de los prestigiosos premios de la Academia de la Televisión Americana con un Emmy al mejor documental histórico en 2010. De la web del ejemplar programa de La2 Documentos TV donde tuvimos ocasión de verlo recogemos la presentación de este revelador documental de los traumas que sufren muchos de los que no han tenido otra que hacer la guerra y matar y ver morir.
Vendieron su alma hace tiempo y ahora están intentando recuperarla'. Esa es la sensación que muestran los protagonistas de “El buen soldado”, la producción británica que Documentos TV emite el sábado 26 de marzo en La 2 de Televisión Española. En ella, cuatro excombatientes que fueron enviados a las guerras más significativas en las que Estados Unidos ha participado en los últimos setenta años, se confiesan arrepentidos por las atrocidades que un día cometieron en los campos de batalla. “¿A quién he matado, he matado a un niño o era un vietcong?” se pregunta un veterano de la guerra de Vietnam, el mismo que afirma conmocionado, “que la sangre sí se puede oler”. Al Ejército para huir de la pobreza.

Todos se alistaron al Ejército por la misma razón por la que lo siguen haciendo hoy los jóvenes norteamericanos, la pobreza. “La gente que está en lo más bajo de la escala económica es la que combate en estas guerras”, afirma un exsoldado que luchó en Vietnam. Estaban convencidos de que hacían la guerra para servir a su país, sin embargo nunca pensaron que podía salir tan caro. “Si piensas en empuñar un arma y disparar contra alguien, la mayoría no puede hacerlo. A un soldado hay que entrenarlo para que lo haga” relata el oficial que sufrió en Iraq la brutal realidad de masacrar a civiles y asimilarlos como daños colaterales.
Cuentan que sufrieron las secuelas que la guerra deja cuando regresas a tu hogar. Se sintieron deshumanizados y sin capacidad alguna de organización. Muchos se abandonaron al alcohol y a las drogas y otros intentaron borrar todo ese horror recurriendo al suicidio. Estuvieron en Vietnam, en Iraq o en el frente de Francia y por esa razón, hoy todos se han alistado al bando del pacifismo, donde desde ahora luchan contra la abominable idea de la guerra.




Segunda parte - La guerra de los civiles

Hermanos y enemigos muestra cómo la guerra envenena el alma también en retaguardia, también a miles de kilómetros de distancia de donde se sucede. El odio larvado durante décadas entre las comunidades que conformaban la antigua Yugoslavia fue liberado por la caída del comunismo y condujo a las terribles guerras civiles de los Balcanes que se produjeron durante la década de los noventa. El documental muestra cómo este conflicto cruel emponzoñó la relación entre dos de los mejores jugadores europeos de baloncesto de todos los tiempos, Vlade Divac y Drazen Petrovic mientras se encontraban jugando en la NBA. Divac, de origen serbio y Petrovic, croata, que fueron amigos cuando jugaban juntos en la selección de Yugoslavia, dejaron de hablarse cuando se vieron en bandos distintos durante la guerra civil que asoló su país. Nunca hubo oportunidad de que se reconciliaran porque Petrovic murió en un trágico accidente de tráfico en 1993.



Tercera parte - 11 de noviembre de 1918, la masacre final



Para terminar esta belicosa entrada les ofrecemos uno de los más claros ejemplos que refleja el documental El último día de la primera guerra mundial
, que cuenta los ominosos hechos acaecidos entre la hora en que se firmó el armisticio que finalizaba este terrible conflicto, las cinco de la mañana del 11 de noviembre de 1918 y la hora en que hacía efecto, seis horas después, a las 11 horas.El documental revela cómo los lí­deres aliados buscaron las excusas más miserables para enviar 13.000 hombres a su muerte contra un ejército que ya estaba derrotado: algunos deseaban un ascenso, otros reclamaban un justo castigo. A pesar de la pérdida en vidas humanas, no se obtuvo nada, ya que los territorios ganados aquél dí­a fueron finalmente devueltos a Alemania. Esta matanza es más que una curiosidad histórica, ya que capta la totalidad de la Primera Guerra Mundial como una carnicerí­a inútil y sin sentido.


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